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martes, 18 de septiembre de 2012

Y además, fue presidente



Néstor Carlos Kirchner no ha sido un presidente más en la historia de los argentinos. Quien ocupó el lugar de primer mandatario de la Nación desde el 2003 hasta 2007, se ha convertido, luego de su repentina muerte en el año 2010, en el nuevo prócer, idolatrado por multitudes a lo largo y a lo ancho del territorio.
Quizás, una de las razones de esto tenga que ver con el momento en que tomó las riendas del país; un país que sufría los vestigios de una de sus más terribles crisis. O tal vez haya sido su mandato en sí: sus decisiones políticas, las medidas que tomó durante su gobierno, los resultados de esas medidas. Puede que su muerte sorpresiva y temprana haya sido el motivo. O todas las mencionadas circunstancias. Lo innegable es que sin su temple, su personalidad, su forma de pensar y de actuar, su figura no hubiese tomado un carácter tan importante, el carácter trascendente, inmortal, que sólo obtiene un prócer.
Las mencionadas particularidades que poseía Kirchner, y que lo han convertido en un emblema de numerosos movimientos políticos, están reflejados en el libro “El Flaco”, del reconocido filósofo José Pablo Feinmann, en el cual se reproducen numerosas conversaciones entre ambos personajes, fluctuando entre halagos, admiración, reconocimientos, y también fuertes y mutuas críticas.
Desde una posición de pares, que pese a las diferencias en sus profesiones, intercambiaban conocimientos y opiniones en conversaciones fructíferas, ambos personajes del libro cuentan a través de una manera peculiar, el recorrido de gran parte del primer gobierno Kirchnerista, en una obra sin desperdicio, que no se agota en adulaciones, sino que rescata críticas y discusiones con una altura y una precisión sin igual.
Uno de los más interesantes diálogos entre el filósofo y el presidente se reproduce en el capítulo 3 del libro, el cual expone un intercambio de ideas que surge de una molestia del presidente. Tal molestia se debe a que en una publicación de la revista Veintitrés, se podía leer una queja de Feinmann respecto a algunas medidas tomadas por el presidente.
Partiendo de esa nota y a través de un mensaje de correo electrónico, Kirchner desenfunda válidos argumentos y cuestiona la posición del filósofo respecto al gobierno. Fiel al estilo que lo caracterizaba, la crítica de Kirchner no se guarda nada. Decepcionado, tilda a Feinmann de cómodo, de injusto, y le atribuye aires de superioridad.
Como a lo largo de toda la obra, se puede ver con claridad a un presidente distinto. Un presidente que, como tal, no pasaba por alto la opinión pública, no dejaba detalle sin revisar, y argumentaba con exactitud. Así, exponiendo sus logros y sus compromisos, con una cuota de humor y muchas de inteligencia y perspicacia, respondía del mismo modo a todos. Nunca optaba por el silencio, y siempre provocaba con sus palabras un giro en el pensamiento de quien lo escuchaba.
“No sé si pensar que tus declaraciones son el producto de una noche de insomnio o es esa tendencia de algunos que se dibujan intelectuales y se creen superiores, diferentes a los demás y hasta más inteligentes que el común de los mortales. Pero, y discúlpame que recurra a una frase peronista, la única verdad es la realidad.” Así, dibujando su respuesta de un modo provocador, tocando los puntos débiles, hiriendo susceptibilidades, Kirchner se forjaba diferente, enarbolando la autenticidad y primando el compromiso con lo dicho y lo hecho dentro de su gestión.
Feinmann se había pronunciado en contra de la pobreza, de la exclusión social, en un momento en el que la realidad Kirchnerista demostraba avances en esas áreas, y eso golpeó al presidente, que consideraba la brillantez que poseía el pensamiento del reconocido licenciado:
“Soy apenas un ser humano que asumió la Presidencia de la Nación con el menor porcentaje de votos de la historia argentina, 22 por ciento, y en el momento más difícil de nuestra historia reciente.
Acierto y me equivoco como cualquier ser humano. Vos sos una buena persona. No te voy a quitar méritos. A veces sos un intelectual brillante y otras veces opaco.” Soltó sin temores, dándole un clima desafiante a su mensaje.
Aquel presidente se despidió reafirmando sus compromisos y recordándole a su destinatario el rol que, como intelectual, le correspondía, que no lo habilitaba a sentirse “en la cima de la montaña”, y se animó a ironizar algunas palabras que el propio Feinmann había pronunciado acerca del peronismo.
En aquella ocasión, la respuesta del intelectual – de la que dice no estar satisfecho – llegó en una nerviosa recopilación de argumentos, explicaciones, excusas. El “reto” de Kirchner provocó un mea culpa en el profesional del pensamiento, que reconoció haber sido poco “moderado”, y haber actuado desde el enojo que le provocaban ciertas situaciones del país.
Su contestación, luego menospreciada hasta por él mismo, fue la de un niño temeroso, con la cabeza gacha, frente a la sorpresa que le provocaba haber recibido semejante mensaje del presidente. Lavando sus culpas, relegándolas a los medios, prometiendo no volver a aparecer en ninguno de ellos, Feinmann esbozó un encubierto pedido de disculpas frente a la fortaleza y la autenticidad del “dueño de la batuta” en ese entonces.
Le buscó “la quinta pata al gato”, tratando de salvarse, de remediar su error, de demostrar que en realidad toda la crítica a Kirchner no era una crítica en sí, sino una estrategia para poder convencer a todos de la fe que le tenía a su gobierno. Halagos, concesiones, adulaciones, se aglomeraron en una carta que sólo daba la razón al presidente, al tiempo que la figura de Feinmann se hacía cada vez más pequeña: “Me conmovió que me dijeras que tengo ‘miedo’. Qué sé yo, puede ser.” Soltaba el pensador en un pasaje de su respuesta.
Y al igual que su gobernante, se despidió asumiendo compromisos… Compromisos para con él: “Y sé que vas a meterte con todo en la distribución y en la lucha contra el hambre. ‘Con todo’ significa más allá de lo tolerable para los poderosos. Ese día la derecha va a apretar tanto que lo de ahora va a parecer cosa de niños. Yo te aseguro que en esa encrucijada (…) voy a estar claramente a tu lado.”
Así, en una demostración de las vicisitudes por las que atravesó su relación con Néstor, el autor de “El Flaco” atraviesa diferentes estadios de aquella amistad, y concluye un brillante capítulo ilustrando con palabras la escena final: la última vez que se vieron. La figura de Kirchner encuentra en este libro un enaltecimiento que no está dado por un realce de sus virtudes, sino por un reflejo de quien verdaderamente era. Empezando por el título, que lo menciona y lo muestra con su apodo más coloquial, y siguiendo por cada uno de los diálogos que acompañan el relato, la sencillez, la frescura intelectual y la calidez humana llegan de la mano de un flaco que, además, fue presidente.


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